Cuando tenía 9 años encontré, en
un librero de casa, una revista “playboy” de mi papá y me emocioné. No tanto
porque en la portada estuviera una aún joven Pamela Anderson, ni porque en sus
páginas interiores estuviera Madonna, a ellas no las conocía, sino porque
seguramente el día siguiente sería un día divertidísimo en el colegio, cuando
se las enseñara a los amigos del curso.
Por supuesto que un niño de 9
años no puede andar con una revista como esa, de manera impune, por las aulas
del colegio. Se tenía que hacer cautelosamente y con total secrecía, y esto le
daba más emoción a la aventura que me había propuesto realizar. Además, tenía
que ser una operación fugaz: llevar la revista al colegio, enseñarla a amigos y
regresarla al mismo lugar donde la había encontrado, antes del anochecer para
no levantar las sospechas de mi padre.
Al día siguiente, cuando llegó el
momento, es decir habiendo esperado los primeros cuatro periodos que aguante
pacientemente, luego el primer recreo que me pareció demasiado corto para el
objetivo, y finalmente los dos siguientes periodos que me parecieron demasiado
largos, porque siempre me parecían largos,
en el segundo recreo reuní a un grupo de mis amigos de curso, los llevé
al baño y saqué la revista que tenía guardada en la espalda, debajo del suéter.
La emoción fue generalizada.
Aplausos, gritos, vitoreo y murmullos. Todos celebraron la aventura y el valor de
llevar algo prohibido al colegio y los más adelantados, incluso, dieron un par
de comentarios al respecto de si las chicas estaban guapas o no, y hasta se
instaló una pequeña mesa de discusión sobre el tamaño perfecto que debían
tener, según habían escuchado, las glándulas mamarias femeninas. Yo recibía
gustosamente todas las felicitaciones y contestaba sonriendo cuando me
preguntaban sobre la manera en que había logrado llevar a cabo la hazaña. Todo
había salido muy bien.
Cuando ya íbamos a salir del baño y yo me aprestaba a guardar la
revista en mi espalda, ocurrió lo inesperado: alertado por los murmullos, entró
al baño un oscuro personaje, un alumno mucho mayor que nosotros y nos
descubrió.
- -
Dame 10 pesos y no le digo al regente que tienes
esa revista, niño- me dijo.
Hice cuentas rápidamente: 10
pesos significaba mi recreo diario de un mes y para pagar semejante extorsión
tendría que, por lo menos, hipotecar mi bicicleta.
- -
No tengo, pero si quieres te la enseño- le
respondí sinceramente y pensando que era un buen trato.
- - Si no me das los 10 pesos, le digo al regente-
me dijo y salió del baño.
Desesperado, dejé la revista en
el baño y salí corriendo hacia mi salón. Asustado vi desde la ventana como el
regente entraba al baño y salía con la revista en sus manos.
A pesar de mis temores, el
regente nunca me dijo nada ni supe de la revista nunca más. Mi papá tampoco
supo de la revista nunca más y siempre pensó que fue Flora, la muchacha, quien
se la había llevado. Yo tampoco hablé nunca más de la revista ni de este penoso
hecho de extorsión del que fui objeto.
Y no lo habría hecho (ahora
tendré que explicarle a mi papá que fui yo quien perdió a Pamela Anderson y
Madonna) de no haber sido porque hace un
par de semanas salió a la luz pública un extraño caso en el cual abogados de
gobierno, junto a fiscales, extorsionaban a presos para quitarles todo su
dinero a cambio de favores judiciales. Y para sorpresa mía uno de los fiscales
involucrados no era otro sino aquel oscuro personaje.
Supongo que la maldad la trae uno
desde pequeño. Pero supongo también, que tarde o temprano el que la hace la
paga. Karma.