miércoles, 4 de enero de 2012

Escondidos

Ella lleva el calor del mar en la sangre. Sus pies se mueven en la arena naturalmente, descalzos, libres como su alma. Y sus caderas bailan al sonido del latido de las olas, lentamente a veces, casi siempre arrebatadas.

La transformación se da de inmediato. Aún no hemos llegado y su cabello ya es otro, diferente, siente el aire caliente y se levanta a saludarlo cuando ella aún duerme en el autobus.
Su piel morena intuye el sol incluso cuando todavía éste no ha salido y se sonroja.

Yo en cambio soy de las alturas, del frio. Me encanta el calor, pero el nivel del mar me hincha los pies.
Sin embargo no me dejo y tomo el reto. El plan de bronceado es duro y necesita de concentración y paciencia. 20 minutos de frente y 20 minutos de espalda (repetir mientras el dia dure). El resultado es claramente diferente: a ella un bronceado perfecto, un color dorado natural, para mi, quemaduras de segundo y tercer grado.

Al atardecer, mientras el sol del nuevo año se pone por primera vez, juntos y en armonía nos disponemos a hacer ejercicios de Yoga. Respiramos, estiramos, levantamos manos y pies. Nuevamente los resultados son distintos: ella, con la espalda bien derecha camina con placer al hotel, yo, en cambio, acabo de descubrir músculos en mi cuerpo que no había usado nunca y arrastro los pies, hinchados, pidiendole a cada uno que se mueva, aunque sea lentamente, hasta algún lugar plano donde acostarme.

El mar, las olas, el sol, la comida, todo termina por envolverme suavemente a un estado de ensoñación. Yo mismo empiezo a acostumbrarme a todo. Mi cabello se riza, mi piel finalmente cede a las duras cesiones y agarra color, mis caderas empiezan a bailar. Pero no, no es tanto el mar, no es tanto el sol, es ella la que me mueve y me acompaña, la que me transforma.

¡Qué bella se ve con su tono bronceado, su cabello alborotado, su ritmo al caminar!